Últimamente he estado intercambiando estados, entre la emoción y la desilusión, con la misma rapidez con la que me enamoraba y desenamoraba cuando estaba puberto. Es una constante que me provoca sentirme como un extraño en mi casa, como un extranjero en esta ciudad, un extranjero de la vida.
Intento realizar mil tareas y termino haciendo nada. Comienzo organizando las carpetas de mi computadora y, cinco minutos después, me aburro y me pongo a lavar los trastes, luego intento limpiar la casa, ver un poco de T.V., salir a caminar para no ahogarme en la jaula que simula ser mi casa, y varios etcéteras; pero no consigo estar concentrado en una sola actividad, o dedicarle el tiempo necesario. Pocas son las cosas que logran retener mi atención, y el número se reduce drásticamente con las que pudieran incitarme emoción alguna.
Escribo y no escribo -¿para qué o quién escribo?-, diseño y no -¿por qué hacerlo?-, miro unos ojos y me arranco los míos -ojos que no ven-, escucho las noticias y me amputo los oídos; pareciera que todo está visto, dicho, y escuchado. Lo único que logra distraerme por algunos instantes de esta ínfima realidad es toparme con algo de J-Pop, unas Pringles de queso (a veces), y dibujar.
Con lo ambivalente que son mís días, es una suerte que no me haya desilusionado de respirar.
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