De un salto me levanto de la cama en cuanto suena el despertador, son las ocho. Lo apago y me dirijo al baño, reconozco mi reflejo entre el vapor que emana del chorro de agua caliente, y sonrío. Después de un rico baño estoy listo para rasurarme la manifestación de hormigas de cada tercer día, repito la rutina agua-navaja/navaja-agua por unos cuantos minutos hasta que llega el turno del alcohol para prevenir la irritación. Vuelvo a mirarme al espejo para dedicarme otra sonrisa, dedicatoria extensible para el que está del otro lado del cristal, y repito las sonrisas en cada oportunidad en que coincidimos mi reflejo y yo durante todas las actividades previas al desayuno. No he encendido el televisor, como suele ser costumbre, hoy no, no quiero comenzar la semana de malas.
Dos huevos estrellados después, y pan con mantequilla, tengo que ir al súper. La terapia de sonrisas idiotas parece haber cumplido su cometido: estoy de muy buen humor. No tardo mucho tiempo en dejar todo arreglado antes de marcharme, me conecto el iPod, tomo las llaves, y allá voy. Mientras me dirijo hacia la parada del camión me percato que John Travolta parece haberse posesionado de mi cuerpo, porque me siento como en la última secuencia de Staying Alive, pero con música de L'Arc~en~Ciel (eso o caminaba extremadamente ridículo), cosa que pierde importancia conforme voy haciendo las compras.
El exceso de bolsas ayuda a decidirme a parar un taxi de regreso a casa, y el taxista insiste en hacerme plática desde antes de abordar la unidad, se trata de un joven que a simple vista parece de 23 años. Como hoy me encuentro más jovial que de costumbre le sigo la plática. Entonces aparece el tema de la Selección Mexicana, la política, las elecciones del día anterior, la situación económica, Honduras... Todas esas cosas que me había decidido a olvidar hoy y que había bloqueado con mi terapia matutina. Gracias por el bocado de realidad amigo mío.
Y llego a casa con la pesadez del cuerpo de nueva cuenta, el dolor punzante en el hombro, el brincoteo del ojo, y el zumbar de los oídos. Vuelven las preocupaciones y las maldiciones en silencio. Afuera está soleado pero adentro es gris, gris azulado. Entre el desánimo y la apatía me doy cuenta que algo cambió, algo me nubló la vista, y seguramente fui yo, no el día, no el taxista.
Tengo que trabajar más, y mejor, en la terapia matutina. Tengo que aprender a no dejar que las tribulaciones me empañen el buen humor. Y me cuento cuentos para traer de regreso al señor Sol. Por hoy los canapés de realidad se me acabaron. Mañana tendré otra oportunidad para volver a hacerlo... mejor.
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