Unos zapatitos, un par de tenis para ser exactos, parecen mirarme con ternura desde el rincón donde los tengo apartados, castigados. No recuerdo si me los encontré, si alguien me los regaló o si los compré, están nuevecitos, no han sido mancillados con el perjurio o el oprobio del pie humano. Los miro con desdén, los desprecio, si fueran capaces de proferir algún lamento o queja les humillaría de formas inconmensurables. Sin embargo, siguen allí, podría tirarlos a la basura y continuarían persiguiéndome en mi mente, en alucinaciones, oiría sus pasos sobre mi cabeza en las noches, me desharía de ellos físicamente más no así de su recuerdo.
Salgo del cuarto, hago mis actividades cotidianas, me dirijo a la tienda para comprar cigarros, leche y jamón, y tomo la ruta más larga esperando que cuando regrese los zapatitos desaparezcan, como por arte de magia; tomo la ruta más larga por si siguen allí, no quiero verlos por un rato. De regreso en casa, sigo con mis quehaceres, trato de no pasar por donde sé que están los zapatitos, no quiero que se posen en mi vista ni por accidente ni por obra de la estúpida casualidad. Cierro la puerta de mi cuarto para no acordarme en dónde viven, les tiro un trapo -sucio- encima para protegerme de algún momento de descuido o de alguna imperiosa necesidad que me obligue a refugiarme en el cuarto. Pero estos inquietantes inquilinos no se inmutan, no se ofenden, por el contrario, me llaman, me susurran al oído, me seducen para poseerlos, tomarlos, hacerlos míos.
Pasan las horas, los días y las semanas, y los tenis continúan refugiados en mi cuarto, el paso del tiempo no parece hacer mella en sus costuras. Siguen viéndome, acosándome gentilmente, sabedores que tarde o temprano terminaré usándolos. Yo ya no sé si aún los desprecio, no sé qué tanto los anhelo, no sé si tengo miedo a que, una vez que abriguen mis pies, les haya dictado una sentencia irrevocable, miedo a que después de algún tiempo de uso tendré que tirarles a la basura. No sé. Siguen observándome hasta volverme paranoico, me siento todo el tiempo vigilado. Siento que me los toparé en el café, en las calles, espiándome en alguna esquina, tocando a mi puerta, la broma macabra es insoportable.
Un día, termino regresando a mi cuarto, les miro y ya no les desprecio. Tomo uno de ellos -el izquierdo- y lo inspecciono cuidadosamente para cerciorarme que no esté roto. Después de revisar ambos, respiro profundamente, inhalo y exhalo en tres o cuatro ocasiones, los coloco en mis pies, ato los cordones como señal de respeto hacia ellos, y ahí están: unos bonitos Converse rojos adornando mis pies, eran horribles y terminé usándolos, sintiendo afecto por ellos. Me imagino que así debe sentirse nuestra vida. Todos tenemos un par de zapatos arrinconados, castigados, despreciados; y algún día habremos de usarlos.
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