Julio, 1999
Querida señorita Escalante:
Como se aferra el corazón a lo perdido, lo peor es que ¿cómo puedes perder algo que nunca ha sido tuyo? Esta pérdida falaz no sé hasta qué punto puede ser igual o más insoportable que el haber tenido y después perdido. Desde esta perspectiva, no debería existir esta carta, no tiene razón de ser, sin embargo se la escribo como parte de mi terapia recurrente.
Buscando como cualquier artista barato busca la internacionalización, me dejé llevar por una niña nipona de ojos no tan rasgados pero con unos vidrios impenetrables que no sólo resguardaban sus globos oculares, también lo hacían con su persona, sellándola como si fuera un frasquito de aceitunas que nos cuesta una hernia para abrirlo.
Usted se estará preguntando el por qué embarcarme en una diligencia que desde el principio se notaba casi imposible (de haber advertido estos detalles, créame que yo tampoco me hago a la aventura), y tiene razón, pues jamás compartimos el gusto por el cine, casi nunca coincidimos en los mismos lugares de siempre, ni mucho menos simpatizamos con los amigos, pero este encuentro fallido sirvió para conocernos más y mirarnos hacia adentro, como una especie de catarsis involuntaria. A ella le sirvieron mis ocurrencias para hacerla reír, le bastaron mis palabras para devolverle la confianza y hacerla más abierta con la gente, y mi persona para contar con un confidente más. A mí, su sonrisa sirvió para devolverme el alma, sus ojos para abrigarme en las noches de verano, y sus palabras para recobrar la fuerza para seguir adelante ante las exigencias de la vida.
Ambos salimos beneficiados de este desencuentro recíproco, yo me quedo con la honestidad con la que siempre se mostró ante mí, y me llevo conmigo a todos sus hermanos con los que nunca fui un extraño. Ella también se llevó varias cosas mías, y tal vez no lo sabe, pero son, desde ahora, de ella (y muy valiosas).
Que largo es el camino a casa cuando has dejado una parte de ti con esa persona.
Su suicida.
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