domingo, 29 de junio de 2008

Cartas desde el inframundo XI

Enero, 2004

Querida señorita Escalante:

Para variar, le escribo otra anécdota más de mis mujeres, específicamente de una con ojos de vidrio de botella ahumado y párpados tornasol que brillaban a la luz de la Luna, la cual responde al nombre que sirve de título para una canción de Páez (en descripción le sienta mejor una de Spinetta) y juega a ser oficinista que entre cuentas y papeles trabaja de 9 a 6.
Le conocí, durante mis clases “nocturnas” de inglés –las seis de la mañana es demasiado nocturno para mí-, curiosamente, el mismo día que marcaba su aniversario de nacimiento (me gusta creer que fui su regalo de cumpleaños aunque, más bien, fue el mío atrasado).
Para describírsela de forma adecuada, le diría que estuve enamorado de dos mujeres con caracteres y personalidades completamente distintas. La primera, la de nuestras salidas precoces, me sonreía sin prejuicios ni porqués, era muy graciosa y de fulgor divino, la que permitió la historia de un “tal vez”. La segunda, con la que compramos el árbol de aquella navidad perdida, es la que terminó por noquear las pocas neuronas vivas de mi cerebro, era la que se escondía, la oscura e inalcanzable, y me hizo sentir toda su inseguridad, la que se encerraba en su cuarto y no dejaba pasar a nadie, tanto así que terminé comparándole con la idea de algo así como Bush y ella, obviamente, era Irak. Esta última fue con la que pasé nuestros días finales, la de los silencios infinitos.
Aún recuerdo como si fuera la semana pasada (de hecho si fue la semana pasada) cuando, al toparme con ella en el zaguán de su casa, no pudo articular palabra alguna ante mis absurdos intentos por llamar su atención, fue el ocaso de la mirada perdida, y cuando aquellos parpados, que lucían hermosos en la noche, perdieron tristemente su brillo.
Para cuando los sonetos kitsch de amor fallaron, terminaron convirtiéndose en cuestionamientos, mismos que también murieron presas de aquella insoportable mutis. Sabía que el encanto se nos había acabado, el cómo, cuándo y por qué fueron completamente desconocidos pues jamás me los confesó.
Sigo profundamente desconcertado, y no es a causa de los nembutales que devoré hace algunos minutos. Estoy seguro que para cuando me quede una bala en la cartuchera, podré matarnos, pues yo ya no estoy conmigo –supongo que estoy con ella-, y ver si en su último respiro pronuncia mi nombre.


Su (desconcertado) suicida de cabecera.

martes, 17 de junio de 2008

Pies ligeros

Ahí va la de pies ligeros,
debe ser su calzado de ángel
o tal vez la poca conciencia
que sus pies tienen del suelo,
no registran pavimento alguno,
flota, así ligera
cual espiga del campo,
se mece en el vaivén del viento
liviana, pasiva
se contonea, se hace curva, esbelta
debe tener calzado,
no lo aparenta, aún así se mueve,
no tiene principio ni fin,
"pies ligeros" te bauticé
y aún así navegas,
te pierdes en la bruma
sin perder la más mínima esencia.

lunes, 16 de junio de 2008

Él

15 de junio de 2008

Me acostaba sobre su abdomen hasta quedarme dormido -eso cuentan-, me llevó por primera vez a la lucha libre a los siete años y seguiríamos asistiendo por muchos años más, hasta la fecha. Lo acompañaba al trabajo los sábados, y para entretener al hiperactivo que siempre he sido, me puso a trabajar como capturista de datos para cuadrarle las cuentas que la taruga de la secretaria había descuadrado durante toda la semana -en ese entonces yo no era tan idiota en matemáticas.

Nos llevaba a los tacos de tripa -muy sabrosos- o a La Vaca Negra los fines de semana, y los domingos me disparaba mi malteada de fresa en el mercado. En esas fechas, mis horas de sueño eran inversamente proporcionales a la edad, con lo que el despertar diario era toda una odisea, hasta que su voz desafiaba toda ley de la física haciéndose escuchar desde el patio hasta mi cuarto con la misma nitidez e intensidad del dts o THX.

Me enseñó que Charles Bronson sabía actuar, siempre y cuando lo condenaran a muerte y lo mandaran a una misión suicida junto con Lee Marvin en Doce al Patíbulo. Gracias a él conocí a Bruce Lee y Jackie Chan. Y hasta el día de hoy, no me perdona que lo sacara de la sala del cine para ir al baño durante el ataque a la Estrella de la Muerte en Star Wars -su recuerdo "feliz" de ese suceso es una bonita ceremonia de premiación.

Ahora tenemos kilómetros de distancia (literalmente), nos vemos tres o cuatro veces al año. Cada navidad me hace poner las lucecitas en su casa, a mí me purga que encarnemos a Chevy Chase en Christmas Vacation, pero es su gusto, y sólo por eso me presto para hacer el ridículo trepado por toda la casa. Somos cómplices de vicio, procuramos el uno del otro para protegernos de que mi madre nos cache fumando (cosa que le molesta en demasía), y suele acabarse mis cigarros regularmente, aunque me deja una cajetilla nueva cuando nos despedimos. Hemos aprendido a sobrellevar y tolerar el carácter que nos cargamos, y que en muchas ocasiones nos ha hecho discutir y enemistarnos hasta el grado de dejarnos de hablar en dos ocasiones. Y hoy hablé con él vía telefónica, el día fue sólo un pretexto, no quise dejar la oportunidad de decirle todo lo que siento por él, y que pocas veces nos decimos.

También tenemos toda una historia oscura entre nosotros, pero el cuento de hadas nos funciona mejor así, porque ambos sabemos que, a pesar de todo, seguiré siendo su hijo y él seguirá siendo mi padre.

Apá, te quiero un chingo viejo.

domingo, 15 de junio de 2008

Cartas desde el inframundo X

Febrero, 2002

Estimadísima señorita Escalante:

Reciba un sentido saludo y abrazo desde este rinconcito (su rinconcito) de la ciudad. Fue muy bueno saber de usted en estos días, disfruté muchísimo su compañía, y la de Chejov, en el teatro.

Esta vez, más que dolido, estoy molesto con mi otrora mujer en turno. Y no sé que es lo que más impulsa mi ira hacia su recuerdo: su traición o su poca entereza para confrontarme.
Si no le cuento los antecedentes de mi vida con esta señorita es porque, en estos momentos, ya no me importa si me echó a perder lo poco festivo de un día festivo, si disfrutamos las tardes patinando, o las golosinas con las que poníamos al sistema nervioso a tope; no, ahora me encuentro sediento de sangre.
El día que decidió abandonarme, aseguró que le resulté ser alguien diferente, alguien que no conocía, y que necesitaba tiempo para replantearse las cosas con respecto a mí. En consecuencia, mi ser se encontró plagado de toda clase de preguntas, entre las cuales las ya recurrentes en las que uno se cree con más responsabilidad de la que se tiene en el asunto. Fue una semana de cuestionamientos y malestares incesantes hasta que decidí hablar con ella para tratar de arreglar la situación, lo cual tuve que hacer vía telefónica para pactar un encuentro y no resultar un inoportuno presentándome de improviso en su domicilio.
Ella contestó con la gracia que siempre la caracteriza, después de los formales saludos entramos en materia. Al momento de pronunciar las primeras palabras al respecto, ella interrumpió para explicarme sus motivos, me contó que llevaba varios días saliendo con alguien más y que no quería "ponerme el cuerno", por lo cual decidió terminar la relación. Su argumento me hubiera resultado válido si no existieran tantos errores en su relato, al momento de platicarme sus hipotéticas fechas, pues el tiempo que llevaba frecuentando a este mozalbete, curiosamente, eran los días en que nos conocimos y comenzamos a salir. Además, una frase indiscreta de su parte (error que quiso ser lavado instantes después), me dejó saber que no es que pretendiera tener una relación con este tipo, sino que ya había empezado, aún cuando éramos pareja. Ante argumentos tan contradictorios, y mi ofuscación, no aguanté más y azoté el auricular en contra del teléfono para poner fin a la conversación.
La rabia se ha apoderado de mí, y aunque hace pocos minutos que regresé de su casa donde cometí suicidio masivo –nos maté y no sabe cómo lo disfruté mucho, aunque no debiera-, aún me queda el hilo frío del rencor... ¿será cierto aquello que cuentan acerca de la venganza? No lo sé, así que esperaré a que conteste mi misiva para que me cuente su punto de vista y me aclare un poquito más las cosas, o mínimo me recomiende una terapia para superar el agrio sentimiento.


Su suicida de cabecera.

viernes, 13 de junio de 2008

Zapatos

Unos zapatitos, un par de tenis para ser exactos, parecen mirarme con ternura desde el rincón donde los tengo apartados, castigados. No recuerdo si me los encontré, si alguien me los regaló o si los compré, están nuevecitos, no han sido mancillados con el perjurio o el oprobio del pie humano. Los miro con desdén, los desprecio, si fueran capaces de proferir algún lamento o queja les humillaría de formas inconmensurables. Sin embargo, siguen allí, podría tirarlos a la basura y continuarían persiguiéndome en mi mente, en alucinaciones, oiría sus pasos sobre mi cabeza en las noches, me desharía de ellos físicamente más no así de su recuerdo.

Salgo del cuarto, hago mis actividades cotidianas, me dirijo a la tienda para comprar cigarros, leche y jamón, y tomo la ruta más larga esperando que cuando regrese los zapatitos desaparezcan, como por arte de magia; tomo la ruta más larga por si siguen allí, no quiero verlos por un rato. De regreso en casa, sigo con mis quehaceres, trato de no pasar por donde sé que están los zapatitos, no quiero que se posen en mi vista ni por accidente ni por obra de la estúpida casualidad. Cierro la puerta de mi cuarto para no acordarme en dónde viven, les tiro un trapo -sucio- encima para protegerme de algún momento de descuido o de alguna imperiosa necesidad que me obligue a refugiarme en el cuarto. Pero estos inquietantes inquilinos no se inmutan, no se ofenden, por el contrario, me llaman, me susurran al oído, me seducen para poseerlos, tomarlos, hacerlos míos.

Pasan las horas, los días y las semanas, y los tenis continúan refugiados en mi cuarto, el paso del tiempo no parece hacer mella en sus costuras. Siguen viéndome, acosándome gentilmente, sabedores que tarde o temprano terminaré usándolos. Yo ya no sé si aún los desprecio, no sé qué tanto los anhelo, no sé si tengo miedo a que, una vez que abriguen mis pies, les haya dictado una sentencia irrevocable, miedo a que después de algún tiempo de uso tendré que tirarles a la basura. No sé. Siguen observándome hasta volverme paranoico, me siento todo el tiempo vigilado. Siento que me los toparé en el café, en las calles, espiándome en alguna esquina, tocando a mi puerta, la broma macabra es insoportable.

Un día, termino regresando a mi cuarto, les miro y ya no les desprecio. Tomo uno de ellos -el izquierdo- y lo inspecciono cuidadosamente para cerciorarme que no esté roto. Después de revisar ambos, respiro profundamente, inhalo y exhalo en tres o cuatro ocasiones, los coloco en mis pies, ato los cordones como señal de respeto hacia ellos, y ahí están: unos bonitos Converse rojos adornando mis pies, eran horribles y terminé usándolos, sintiendo afecto por ellos. Me imagino que así debe sentirse nuestra vida. Todos tenemos un par de zapatos arrinconados, castigados, despreciados; y algún día habremos de usarlos.

jueves, 12 de junio de 2008

Chachalidades

Más reflexiones (des)variadas.

Para los realistas

El realista es un pesimista mal disfrazado.


Poesía barata para fumadores

Ceniza que yaces en el cenicero
cenicero donde ceniza yaces
ceniza que cuidas el cenicero
ceniza, ya haz las paces.


Recuerdos

Si “recordar es vivir”
olvidar debe ser morir... o la eutanasia.


Del tío Gabo

Ignorancia e indiferencia: no sé y me vale madres.


Coca Cola

Honor a quien honor merece. Y los tipos de la Coca Cola Company son unos genios. Mira que lograr que la gente consuma una cosa que no es sana, es negra y hace hartas burbujitas...

lunes, 9 de junio de 2008

Charcos

Estos han sido días lluviosos, los días que mejor me van. Soy feliz sólo cuando llueve, los seis o siete meses restantes son difíciles de tolerar. Y mientras la lluvia poco a poco iba dibujando los charcos de la calle, recordé cómo gozaba jugando en ellos.

Para mí, los charcos no eran únicamente la alberca soñada o el pretexto para salpicar. La casa donde me crié tenía terreno irregular, las rocas, las plantas y el patio de mi madre, y el de mi tía (q.e.p.d.), creaban, junto con los charcos, la locación perfecta para vivir mil aventuras, donde mis muñequitos de plástico eran los personajes principales. Buscaba los lugares que mejor se acomodaran a las necesidades de mis historias, las cuales se desarrollaban conforme transcurrían los hechos. Había ahogados, riñas (como en las películas de vaqueros que veía y que, casi siempre, tenían enfrentamientos en algún río o arroyuelo), aventuras acuáticas, y otras tantas cosas más.

También me encantaban las bolitas de tierra colorada que se formaban cuando terminaba de llover. Una vez secas, parecían piedras, la diferencia era que si las arrojabas se deshacían al estrellarse con el suelo o la pared. Y comencé a utilizarlas con mis muñequitos, me servían como granadas cuando intercambiaban fuego los buenos y los malos -esos sí eran efectos especiales. Me fascinaba ver cómo salían volando, igual y como ocurría en las explosiones de las películas de guerra que veía mi padre.

En esos días, mi vecinito jugaba con sus Transformers, o con los muñequitos de Star Wars (de Lily Ledi), pero siempre evitando los charcos para que no se le estropearan. No sabe lo que se pierde-, pensaba. Para mí era una fortuna poder chapotear hasta que me cachaban mis padres o mi tía, y siempre me regañaban por jugar imprudentemente. "Te vas a enfermar" era el argumento persistente.

Y mientras la lluvia poco a poco iba dibujando los charcos de la calle, y recordaba cómo gozaba jugando en ellos, quise rememorar esos días pensando en cómo les podría sacar provecho ahora, saber hasta dónde me llevaría mi imaginación, y... nada.

No quiero volver a jugar con mis muñequitos, sólo desearía poder recuperar esa imaginación perdida -supongo que debe ser culpa de los años.

domingo, 8 de junio de 2008

Cartas desde el inframundo IX

Agosto, 2001

Señorita Escalante:

De nueva cuenta me disculpo por haberme perdido por algún tiempo. Mi teléfono, como pudo darse cuenta, está descompuesto por sobregiro de pagos y decidí pasarme unos días en casa de mis padres hasta que encuentre la claridad de los últimos acontecimientos en mi vida.
Le cuento que varios meses atrás conocí una mujer de nariz diminuta y pecas abundantes que, desde el día que me tropecé con ella, acaparó de inmediato mi atención. Fue en una fiesta donde coincidimos que me atreví (por fin) a obtener su teléfono, y donde comenzó la odisea.
Desde las primeras salidas que tuvimos, se mostró accesible a mis intromisiones recurrentes por saber de su vida, obviamente su contraataque no podía esperarse con menos ferocidad, lo que hacía de nuestras pláticas todo un deleite, así como el postre más esperado después de una provechosa tarde juntos.
Recuerdo que, entre tantas citas, recorrimos los confines más impensables de esta caótica ciudad sin dejar ningún resquicio inhabitable sin explorar, y durante los trayectos jamás dejamos pasar la oportunidad para conocer desde el punto más fino hasta el más impúdico de cada uno de nosotros. Hasta me vi envuelto en un picnic –hágame usted el favor- y una serie de actividades que resultan demasiado desconocidas para mi rutina diaria (debe ser parte de esta dulce intoxicación).
La empatía y confianza eran tan grandes, que no dudó en contarme sus dolencias para la tercera o cuarta cita, mismas que eran su enemigo a vencer e impulso para seguir adelante, pero, al mismo tiempo, su fantasma y verdugo más implacables. Y cuan sanguinario resultó ese silencioso asesino que nos evitaría, y nos perdería, de un “tete a tete” que no pudo escapar más allá de la imaginación. Pues si bien fueron muchas las tardes en las que nos divertimos como niños, existieron otras tantas en las que abrazados nos separábamos cada vez más, víctimas de un beso de papel que parecía haber dictado una sentencia irreversible.
Oportunidades para sobrellevar estas vicisitudes nos sobraron, sólo que “yo podía haberlo hecho mejor, vos podías acercarte a mí”, y seguro me faltó algo de paciencia y le faltó algo más de entrega, pero ambos decidimos partir hacia distintos puertos en busca de diferentes horizontes. Nuestras miradas, finalmente, se perdieron entre la multitud desapercibida ante nuestra despedida.
Hoy en día me siguen, o sigo, hablando de ella, y no puedo evitar la sonrisa en mi cara –cosa buena. Es gracioso, es la única de mis mujeres, hasta el momento, que no me susurró al oído un “recuérdame” mientras nos despedíamos, sin embargo traigo todavía su aroma entre mis dedos, los hilos de su cabello entre mis ropas, y la melancolía de su persona habitando un rincón muy guardado y exclusivo de mi corazón.
Que tenga bonitos días señorita Escalante.


Su inolvidable Suicida.

sábado, 7 de junio de 2008

Lapsus Brutus (más brutus que lapsus)

Sí, me he autocensurado porque soy re-mamón hasta conmigo mismo. Eliminé mis dos últimos post acerca de las "Manzanas susurrantes", la razón: muy a pesar de que el proyecto lo había prometido a mi regreso de unas vacaciones que me eché en Puebla, me castró la poca trascendencia de mis palabras porque eran chistes locales que unos cuantos privilegiados entendíamos -y la culpa la tiene, otra vez, ese puto chileno. Además, creo que, siendo el objetivo de este blog 'echar letras', mis posts deberían tener cierto fundamento analítico, anímico o etílico (ya de perdis), y no nomás aventarme posteos a diestra y siniestra en honor cuanta pendejez se me ocurra en los ratos de ocio -para eso tengo el hi5 o puedo incluír el dichosito twitter a mi blog. Porque, aunque ustedes no lo crean, me estoy volviendo cada vez más exigente con lo que escribo.

Una disculpa a los que dejé con la duda de lo que sucedió durante la expedición en busca de las manzanas susurrantes, c'est la vie.